Es difícil escapar de los estereotipos, en especial sobre aquello que es extraño a nuestro imaginario y a su vez distinguible por una simbología clara; para Occidente, Japón es un mundo totalmente distinto con varias características reconocibles que, quiérase o no, condicionan la lectura de un texto firmado por cualquier escritor de este universo a partir de preconceptos.
Para hablar específicamente de Yasunari Kawabata, Premio Nobel de Literatura 1968, conviene, además de hacer una pequeña semblanza que lo sitúe en su tiempo y lugar, asociarlo a otras voces, dos en particular: Natsume Sōseki (1867-1916), quizá el primer escritor representativo del Japón moderno, y Kenzaburō Ōe (1935-2023), el segundo Premio Nobel de Literatura japonés.
Kawabata retoma de Sōseki temáticas que coinciden con la puesta al día y la apertura de Japón al mundo a partir de la revolución Meiji (1867-1912): el egoísmo, la soledad y el corrimiento de su patria desde la periferia al centro. Así sucedió con el joven Kawabata, cuya primera novela, La pandilla de Asakusa (1929), es un homenaje al barrio de la intelectualidad de los años veinte en una Tokio occidentalizada que encarna la ruptura de la tradición para mostrarnos a un Japón más cosmopolita, siempre cubierto por el hálito de lo místico. Más tarde desandaría este deslumbramiento por lo occidental y lo moderno para volver a sus raíces y preguntarse por aspectos más humanos, algo en lo que coincide con Kenzaburō Ōe, quien trabajó el costado del dolor, el antiimperialismo y la existencia, sin por eso quedar exento de contradicciones en su propia experiencia.
Kawabata utiliza distintas estrategias narrativas para hablar de sus preocupaciones más profundas: la vejez, el deterioro físico, la soledad y el desamparo.
Entonces, ¿por qué es bueno leer a Yasunari Kawabata siempre? A igual distancia de las voces de Sōseki y Ōe, entre la tradición y el estupor ante la apertura japonesa, tanto como cuentista breve —las Historias de la palma de la mano (1968) lo convierten en maestro imprescindible— o novelista —en su producción destacan Kioto (1962), Mil grullas (1942) y País de nieve (1948)— utiliza distintas estrategias narrativas para hablar de sus preocupaciones más profundas: la vejez, el deterioro físico, la soledad y el desamparo.
Su libro más significativo quizá sea Historias de la palma de la mano, compuesto por relatos breves ordenados cronológicamente desde 1923 a 1972; indispensable, ofrece un delicado equilibrio entre la tradición literaria japonesa y las modernas técnicas narrativas occidentales. El texto que cierra, “Apuntes sobre País de nieve”, un intento de depurar la novela País de nieve, puede resultar apropiado para acceder a otras de las facetas de Kawabata: la construcción de personajes, las pinceladas con las que delinea imaginarios y contradicciones, la importancia del paisaje, la naturaleza y la imposibilidad de cambiar los designios del tiempo. Ese blanco enorme y agobiante hace pensar en la distancia, en las formas no convencionales que puede asumir el amor, las terceras personas involucradas.
Por otro lado, Kioto, situada en la antigua capital de Japón, es un novela de posguerra ambientada en los años cincuenta donde el dolor presente por los crímenes del ejército imperial en Okinawa, la masacre de Hiroshima y la derrota a manos de los aliado establecen un clima de sumisión, desamor y pérdida de la identidad rebatido por una escritura sensorial cercana a la naturaleza; por momentos pareciera tratarse de una clase de botánica entre nombres de árboles nativos, flores, colores, formas de germinar, madurar y morir. En ese trasfondo se narra la historia de Chieko, hija de un prestigioso diseñador de kimonos en una pequeña familia de artesanos y comerciantes de telas, quien a los 20 años decide buscar a su madre biológica geisha. Chieko representa a los personajes jóvenes de Kawabata y su necesidad de recuperar las tradiciones y los oficios que permanecen ajenos a la cultura occidental.
Leer a Yasunari Kawabata es también asistir a una ceremonia, es conectarse con la belleza de las palabras, con la historia misma.
Mil grullas, en cambio, profundiza en las relaciones humanas, las ceremonias milenarias, el arrepentimiento y el amor con la ceremonia del té verde (matcha) en el templo de Engaku-ji de por medio, y escritura de auténtica belleza en la sencillez y naturalidad de sus personajes: Kikuji Mitani, un joven angustiado que asiste a una ceremonia de té invitado por Chikako Kurimoto, quien fue amante del padre de Mitani. Ahí, Kikuji reconstruye junto a otras dos mujeres repletas de amor, resentimiento y nostalgia, las obsesiones amorosas de su padre.
Kawabata problematiza un tramo de Japón que pareciera agrietarse entre tradición y modernidad. Sus ejercicios narrativos, lejos de acentuar esta ruptura, adquieren elegancia en el montaje entre pasado y presente, el paso del tiempo, la melancolía que construye puentes con agudeza y sensibilidad erótica para ser cartografía de su tierra y de su genealogía. Leerlo es también asistir a una ceremonia, es conectarse con la belleza de las palabras, con la historia misma en una taza humeante o en la palma de la mano.