¿Qué cabe en una caja de recuerdos? ¿Cuántas mudanzas se necesitan para entender que el movimiento no es esencial en la niñez? ¿Cómo funciona la herramienta del arte para procesar una vida de memorias? La nueva novela de Rafael Pérez Gay (1957), Todo lo de cristal, es más que una semblanza: es un “informe nocturno” sobre la infancia que, repleto de nostalgia, hace un racconto de una historia propia ambientada en el seno de una familia de clase media empobrecida, a la vez que ilustra la realidad de México durante la década de los 60 y 70.
En Todo lo de cristal se configura una escritura del yo a traves de la cual un narrador-protagonista recorre “el mismo pasillo de la memoria esperando a que se abra la puerta de otro recuerdo”, para llegar a esa infancia episódica, fragmentada y nómade, escrita a modo de informe donde el dinero es también el actor protagonista en una familia perseguida por las deudas durante una etapa sociohistórica determinada del país. Ahí se encuentran, convergen y se potencian las posibilidades de la reinvención y la creación.
Todo lo de cristal es más que una semblanza: es un “informe nocturno” sobre la infancia.
Rafael Pérez Gay le hace honor al aforismo del filósofo y astrónomo italiano del siglo XVI Giordano Bruno: “si no es verdad, está bien encontrado [o bien inventado]”, y abre su propia hemeroteca, su archivo, en un sentido metafórico y figurado, para ver “si algunos de mis recuerdos son inventados o en verdad ocurrieron”; un enorme agujero de gusano en el que los lectores pueden entrar para vivir un despertar del pasado en el que podría ocurrir, a continuación, cualquier noticia de época, algo así como la búsqueda de YouTube de nuestros tiempos, un algoritmo que nos lleva a las extrañezas del crecimiento.
El acto autobiográfico (acto, porque rehuye de la pasividad) que inscribe Pérez Gay en su novela inquiere las posibilidades de narrar esa temporalidad de una vida, cuyos procesos de memoria pueden llegar a ser incluso más frágiles y difíciles de embalar que Todo lo de cristal. De allí que esta reconstrucción memorística inexacta, bajo una nebulosa agobiante de deudas, asuma que es una obra imaginaria, o fantasmagórica, de una personalidad y a la vez de una carácter sociohistórico.
Todo lo de cristal es en sí una novela formada como rompecabezas intertextual de fuentes, citas literarias, géneros discursivos, un recorrido por la ciudad de antaño, momentos históricos, lugares que brillaron, dejaron de existir y algunos que aún se mantienen en pie —la Torre Latinoamericana, por ejemplo—, la historia de un país compuesta por piezas que se hilan con el devenir de las mudanzas, veintidós, para ser más exactos, aunque no todas están narradas, por lo que la familia se hace llamar “los reyes de la mudanza” por el narrador, quien aprende que la arquitectura de la memoria es frágil y que solo un buen cartógrafo puede trazar un mapa de una vida.
Al final de cada mudanza, de cada capítulo, hay una relectura o reescritura —casi como en un ejercicio de taller literario— que el autor denomina a forma de entretelón: “Entra el espectro”. En este subcapítulo de cada nueva casa que deja la familia, se presenta una versión desde el punto de vista de los fantasmas. La otra mirada del autor, que aparece como un tercero desde el más allá, dando otra perspectiva. Pero el fantasma también tiene la osadía de contar la otra historia, la oculta, la prohibida, que oscila entre el deseo de saber y conocer, el recuerdo encubridor o reprimido.
Todo lo de cristal se constituye como un libro que es también un manual de historia (la renuncia de Uruchurtu, la represión contra los estudiantes, las salas de cine y la cartelera cinematográfica con desnudos, vedettes, la nocturnidad) para las nuevas generaciones, para entender cómo se arma, como evoluciona una ciudad apoteósica y que, a fin de cuentas, sin una mayor comprensión de los procesos sociohistóricos nacionales y sin un hogar de anclaje ciudadano, la búsqueda por la casa propia se vuelve insoportable y un gesto difícil de sostener: “La memoria ha convertido mi infancia en una zona turbia”.
Todo lo de cristal mueve su engranaje para construir una máquina del tiempo que se apodera de un narrador para dar un paseo por infinidad de mudanzas.
Así, Peréz Gay va hacia los restos de sus memorias de la infancia, escena arcaica, primitiva, fósiles fundantes de todo recuerdo posterior y que se develan como el motor secreto de la escritura, emprende así la lucha constante contra el olvido, que recorre los rincones de las distintas viviendas y mudanzas, pero a la vez rellena esa necesidad (que forja una nación) del ser histórico. La creación y la imaginación se vuelven indispensables para rescatar todo lo que “persistía y titilaba en la memoria”, y devolverlo reinventado a partir de una pulsión, del deseo de escritura: “cada acto de la memoria es en algún grado un acto de la imaginación”.