Una simple coincidencia. Así podríamos considerar el hecho de que el nacimiento (25 de marzo de 1926) y la defunción de Jaime Sabines (19 de marzo de 1999) ocurrieron en el llamado “mes de la poesía” (por la conmemoración del Día Mundial de la Poesía, el 19 de marzo, que se propuso desde 1999). Pero los lectores del poeta chiapaneco no pasamos por alto ese hecho fortuito, para nosotros esta casualidad no es un dato insignificante.
Y es que su legado es tan amplio en cantidad como en diversidad de temas que, si quisiéramos hacer de ellas una lectura poética, pareciera un amarre del destino que dichas fechas se hayan alineado. ¿Cómo no tomar esa perspectiva ante un autor que, en resumidas cuentas, nos dice que la poesía está en todas partes, un hombre que hizo de la poesía una declaración de duelo, de alegría y de ironía?
La rima se construye a partir de lo intangible. En la obra de Jaime Sabines esto se percibe en aquellos versos sobre la espiritualidad, la muerte y, sobre todo, como buen poeta, el amor; una triada temática que persiste en sus poemarios y que desarrolla desde diferentes etapas.
Sobre el amor, por ejemplo, Jaime Sabines nos habla a partir del núcleo, la definición. Si Francisco de Quevedo hizo su soneto “Definiendo el amor”, el poeta mexicano escribió unas estrofas que podríamos considerar una antítesis a la significación de ese sentimiento:
“DIGO QUE NO PUEDE DECIRSE EL AMOR.
El amor se come como un pan,
se muerde como un labio,
se bebe como un manantial.
El amor se llora como a un muerto,
se goza como un disfraz.
El amor duele como un callo,
aturde como un panal,
y es sabroso como la uva de cera
y como la vida es mortal”.
(Fragmento de “Digo que no puede decirse el amor”, que aparece en Poesía amorosa)
Pero el amor es también un sentimiento que evoluciona, que se contradice en medio de la cotidianidad, y Jaime Sabines no solo lo sabe; además lo plasma con honestidad y hasta cinismo:
(…)
“Todos los días te quiero y te odio irremediablemente. Y hay días también, hay horas, en que no te conozco, en que me eres ajena como la mujer de otro. Me preocupan los hombres, me preocupo yo, me distraen mis penas. Es probable que no piense en ti durante mucho tiempo. Ya ves. ¿Quién podría quererte menos que yo, amor mío?”.
(Fragmento de “Te quiero a las diez de la mañana”, que aparece en Recuento de poemas 1950/1993)
Por supuesto, no podían faltar los poemas catárticos sobre el punto último de un romance, cuando la separación llega y el dolor de ese instante se transforma en poesía. Ejemplos hay varios en la obra de Jaime Sabines: “No es que muera de amor”, “He aquí que tú estás sola”, “No es nada de tu cuerpo” (los tres forman parte de Yuria / Poemas sueltos), y especialmente su emblemático “Espero curarme de ti”, con sus palabras de cierre: “Sólo quiero una semana para entender las cosas. Porque esto es muy parecido a estar saliendo de un manicomio, para entrar a un panteón”.
Así como en sus versos son visibles las diferentes etapas del amor, sus composiciones también muestran la transformación de la pérdida, del duelo, un arco que especialmente en la orfandad se torna interminable. “Algo sobre la muerte del mayor Sabines”, que ahora puedes consultar en Recuento de poemas 1950/1993, es el punto máximo de esto.
En los versos escritos por la pérdida de su padre, Jaime Sabines nos permite acercarnos a su dolor desde el momento del diagnóstico —“Mi padre tiene el ganglio más hermoso del cáncer/ en la raíz del cuello, sobre la subclavia”, inicia el poema IV—, en el epílogo al entierro —“Perteneces a la tierra/ desde ayer”, cierra el poema VI— y durante la cotidianidad que trata de reformularse ante la ausencia: “No vuelve nadie, nada. No retorna/ el polvo de oro de la vida”, replica el final de esta compilación.
Por otro lado, y como ya habíamos mencionado, la espiritualidad es otros de los pilares del trabajo de Jaime Sabines, desde la descripción que hace de la “Tía Chofi” hasta el poema cumbre de este eje temático, “Me encanta Dios”:
“(…) Nos ha enviado a algunos tipos excepcionales como Buda, o Cristo, o Mahoma, o mi tía Chofi, para que nos digan que nos portemos bien. Pero esto a él no le preocupa mucho: nos conoce. Sabe que el pez grande se traga al chico, que la lagartija grande se traga a la pequeña, que el hombre se traga al hombre. Y por eso inventó la muerte: para que la vida —no tú ni yo— la vida, sea para siempre”.
Si bien en partes de su producción se percibe su crianza en una familia católica, las creencias del poeta van más allá de una religión; de ahí que su dios no tenga nombre, y que aquí hablemos de espiritualidad y no de fe o de una institución.
Y aunque los pilares de su escritura son elementos etéreos, Jaime Sabines igualmente hace referencia a lo tangible entre sus métricas. Reiteramos, nos muestra que la poesía está en todo, y no excluye los autos, la cama ni los árboles, o la luna; en especial la luna:
“Pon una hoja tierna de la luna
debajo de tu almohada
y mirarás lo que quieras ver.
Lleva siempre un frasquito del aire de la luna
para cuando te ahogues,
y dale la llave de la luna
a los presos y a los desencantados.
Para los condenados a muerte
y para los condenados a vida
no hay mejor estimulante que la luna
en dosis precisas y controladas”.
(Fragmento de “La luna”, que aparece en Recuento de poemas 1950/1993)
La familiaridad con que Sabines nos habla como lectores aleja a sus versos de cualquier complicación; nos entrega rimas tan rítmicas que se nos meten por los ojos y cimbran todo nuestro ser hasta adherirse a la memoria. Al leer a Jaime Sabines dan ganas de recitarlo, de compartirlo y de releerlo; dan ganas de abrir más libros de poesía, de saberla un remedio para la tristeza, un maridaje perfecto para la felicidad.
Eso es solo consecuencia de una obra sólida e hipnotizante que traspasa los límites de la temporalidad. El legado de Jaime Sabines no es resultado de una simple coincidencia.