¿Estarías dispuesto a que tu mente fuera usada como un bien colectivo en busca de la sabiduría total? ¿Estarías dispuesto a renunciar a tu libertad por el bienestar común? ¿Estarías dispuesto a aceptar el fin de la infancia para que esto suceda?
En El fin de la infancia, de Arthur C. Clarke, los cielos de la Tierra se llenan de tremendas naves extraterrestres. La invasión parece violenta, pero en realidad es amistosa, lo que resulta peor, dado que es difícil negarse a ella y quienes lo hacen son vistos como poco “morales”. ¿Quién sería capaz de repudiar el bien común?
Los superseñores vinieron a la Tierra para mejorarnos. Así parece, así se anuncian.
Los visitantes, que eventualmente serán llamados superseñores, curan enfermedades, proponen un sistema igualitario para todos los habitantes del mundo. La novela comienza con un primer mensaje que llega a cada uno de los seres de la Tierra de una manera fría y sórdida; algunos se suicidan, otros lo aceptan, todos queremos saber más. Para ese momento, el fin de la infancia que anuncia el título del libro aún queda lejos.
Los superseñores vinieron a la Tierra para mejorarnos. Así parece y así se anuncian. Lo comunican a la raza humana a través de un portavoz mundial, que es llevado a una nave para conversar con su colega alienígena, Karellen, un superseñor que no se deja ver. ¿Por qué se oculta?
El fin de la infancia nos pone frente a dilemas pequeños y abrumadores.
Los humanos nos comportamos, según los invasores salvadores, como si no fuéramos conscientes del conocimiento, de manera hipócrita a la hora de resolver conflictos, priorizando siempre el beneficio propio y no el bienestar común, el del medio ambiente y la ciencia. El fin de la infancia es tan actual que por momentos genera el deseo de salir a la calle y mirar el cielo para ver si hay naves tapando el sol.
Los humanos nos comportamos, según los invasores salvadores, como si no fuéramos conscientes del conocimiento, de manera hipócrita a la hora de resolver conflictos, priorizando siempre el beneficio propio y no el bienestar común, el del medio ambiente y la ciencia.
La primera iniciativa de los superseñores es terminar con las guerras, el hambre, la desigualdad, la violencia doméstica y la animal —destacada en la escena en la plaza de toros de Madrid—. Toda una utopía dentro de la distopía.
El fin de la infancia nos regala, por momentos, el sueño de un mundo pacífico y mejor. Arthur C. Clarke mantiene el suspenso desarrollando, con filosofía y psicología, la inesperada tragedia de la perfección. Todo esto nos conduce hacia un final sorprendente que no vamos a spoilear.
Cabe destacar que Arthur C. Clarke fue un señorito inglés, vivió en Sri Lanka —colonia inglesa— hasta su muerte y era devoto de la ciencia ficción, el misticismo y la ciencia. Escribió tanto novelas —por ejemplo 2001: Una odisea espacial, que Stanley Kubrick después convirtió en película— como tratados científicos. Todos estos conocimientos le permitieron enunciar, en El fin de la infancia, una crítica hacia el colonialismo de la corona inglesa, que ofrecía “mejorar” la vida de los ciudadanos de los territorios dominados; en realidad, una colonia nunca deja de serlo ni de vivir bajo el dominio de otra nación. Y todo esto con un trasfondo científico sólido que contribuyó a que la novela trascendiera su tiempo y su formato original —la obra se transformó en una miniserie de televisión del canal Syfy—.