Desde los inicios del cine, de la mano incluso del célebre George Méliès y su Le Manoir du Diable (1896), el vampiro pasó a formar parte de la historia del entretenimiento. Como si de sangre se tratara, comenzó a alimentarse de múltiples interpretaciones provenientes de la literatura, hasta convertirse en el monstruo fílmico por excelencia.
Sin embargo, tal estatus se vino abajo debido a la enorme popularidad de una de sus más frívolas y cursis encarnaciones: Crepúsculo, de Stephenie Meyer. Dicha franquicia, con sus chupasangres que brillan a la luz del sol, encabezados por un protagonista al que lo mejor que se le ocurre hacer con su inmortalidad es repetir una y otra vez la preparatoria, saltó del papel a la pantalla hasta hacer pedazos el mito. Es por ello que hoy más que nunca vale la pena revisitar una de las obras que sentaron las bases de la figura del vampiro (o encontrarse por primera vez con ella, si es el caso).
Por supuesto, nos referimos a Drácula, de Bram Stoker, novela publicada en 1897. Luego de transitar por las sombras de la indiferencia, el libro encontró la reivindicación gracias a su adaptación teatral, en 1924. Incluso llegó a Broadway protagonizada por el legendario actor Bela Lugosi, y se encaminó a la gran pantalla a partir de una producción de Universal en 1931. Fue así que se posicionó dentro del ideario popular a ese “muerto vivo” que no proyecta sombra ni se refleja en los espejos.
Precisamente esa imposibilidad de verse es la que podemos tomar como uno los rasgos por los que esta novela ha trascendido a lo largo del tiempo. Y es que al tomar en cuenta el hecho de que el citado vampiro tampoco tiene voz dentro de la narración —es decir, solo lo conocemos a través de documentos con declaraciones del resto de los personajes—, queda claro que Stoker renuncia a la clásica dicotomía de la lucha entre el bien y el mal. Un acierto que, además, se reafirma con lo cuestionable de las motivaciones y formas de actuar de quienes van a la caza del que consideran un monstruo.
Entre las declaraciones antes mencionadas están el diario escrito por Jonathan Harker, quien debido a su trabajo va al encuentro del Conde solo para terminar preso en su castillo; las cartas de su prometida Mina Murray, quien habrá de convertirse en el objeto de deseo del vampiro, y los reportes de John Seward, responsable de un hospital psiquiátrico.
A través de estos relatos, la figura de Drácula, que presenta cierta ambigüedad en sus preferencias sexuales, es matizada por la tragedia, el dolor que deja el amor malogrado y la melancolía del choque entre el pasado y un mundo nuevo.
Además de lo anterior están las mordidas en el cuello y las relaciones entre los personajes en escenas cargadas de erotismo, que se colocan por encima de la concepción binaria de los roles de género, así como la estaca como herramienta de exterminio, que para muchos es un símbolo fálico. Estos elementos dan pie a lecturas muy diversas respecto a la sexualidad en un contexto conservador, reflejo de la época victoriana, cuya idea de la moral se ve transgredida.
Drácula, incluso, replanteó los modelos femeninos, al otorgarle a las mujeres —por momentos— un papel más activo y aun superior al de los hombres. Esto se ve reflejado en pasajes específicos, como aquellos en los que intervienen las tres vampiras que asedian al ya mencionado Harker.
También tenemos la perspectiva médica del tratamiento dado a quienes empiezan a ser consumidos por el vampirismo. Esta óptica evita que la narración de Drácula se estacione por completo en las implicaciones demoníacas —que por supuesto tiene—, apuntando, incluso, a la cuestión sanitaria como estigma o forma de control social.
Esta es solo una pequeña muestra de la variedad de temas que pueden tocarse a partir de Drácula, de Bram Stoker, lo cual confirma su complejidad y revela por qué se trata de un clásico indiscutible, capaz de seducir, y que hoy de nueva cuenta está disponible bajo el sello de Planeta.