Resulta abrumadora la vigencia de El coronel no tiene quien le escriba, que se desarrolla a mediados del siglo pasado, en un poblado costero de Sudamérica sin nombre específico y solo alcanzado por el eco de las menciones de Macondo —escenario recurrente en las novelas de Gabriel García Márquez—, y se convierte en la entumecida y envolvente representación de ese limbo de desamparo social al que quedan condenados aquellos que, tras años de cumplir con algún trabajo, ven incumplidos los compromisos de retiro vociferados por un sistema indolente y de memoria corta.
Dicha situación aparece en El coronel no tiene quien le escriba a través del caso de un viejo militar de aspiraciones políticas malogradas. Este hombre transita entre el sopor al borde de la miseria, apenas sostenido por la esperanza de la llegada de una carta que haga válida la pensión prometida, lo cual lo empuja periódicamente a esperar al empleado del servicio de correo en el muelle, casi como si de un mendigo se tratara.
Su historia es un sentido recordatorio del futuro sin certezas al que el ciudadano promedio, incluso el de las grandes urbes, parece estar destinado sin remedio, gracias a las prácticas laborales sumergidas en el rezago y la corrupción que hoy no solo persisten, sino que se agudizan.
Las charlas que el hombre sostiene con sus vecinos, en escenarios bañados con el bochorno tropical y la lluvia, dan fe del tiempo estacionado en una rutina de censura e imposición rota con incipientes comunicados clandestinos en papel. La monotonía es definida por el absurdo de la Iglesia, que clasifica a través de las campanadas lo que se puede o no ver en el cine. En ese escenario, la libertad de prensa es amordazada, coartando la circulación de la información. Por si fuera poco, se vive en un toque de queda instaurado por el Gobierno.
A estas vivencias del exmilitar de El coronel no tiene quien le escriba se une la voz de su esposa enferma, quien pasa de la comprensión y la complicidad a ser un vehículo de reproche y golpes de despiadada realidad. El amor propio del coronel se subleva ante tales embates, empeñándose en cuidar del gallo de pelea que pertenecía a su hijo. Dicho animal en parte es causante de uno de sus más profundos dolores y representa un latente acto de insumisión ante el orden, ya que el solo hecho de salir a soltarlo en la arena implica una posible sentencia de muerte.
Ese acto además significa un último reclamo por aquello que la vida les arrebató. Es la forma en la que el protagonista y su esposa ahogan sus ansias y desesperación por recibir la misiva que haga efectivos los beneficios jubilatorios. Una desesperación que procuran disimular guardando la compostura, a pesar del hambre y la tristeza de verse obligados a vender sus objetos personales, aceptando la buena voluntad de algunas personas. Todo como un avejentado dejo de dignidad. Porque, al final, de eso se trata, de la dignidad aferrada a un hálito de esperanza hasta casi desfallecer con el paso irremediable de los días.
Por supuesto, la siempre seductora pluma de Gabriel García Márquez, aquí más lúcida y ligera que nunca, hilvana las motivaciones y lacónicas disertaciones de los personajes ante sus propias circunstancias. En El coronel no tiene quien le escriba, el escritor exhibe con cierta ironía sus adentros, en contraste con bellas y certeras descripciones lejanas del regodeo, las cuales materializan la humanidad adquirida por los objetos al uso, ya sean unas botas de charol o un viejo reloj. Dicho tono se convierte en una sutil herramienta que acentúa el dramatismo de una cautivadora novela corta, íntimamente ligada al contexto del propio autor.
Y si bien el título de la novela sentencia que El coronel no tiene quien le escriba, aquí queda patente lo contrario. Tras la lectura de sus andanzas, que redundaron en un Premio Nobel de Literatura y una película dirigida por Arturo Ripstein en 1999, el coronel siempre tendrá quien escriba algunos párrafos acerca de él. Y más aún al encontrarse en una llamativa edición en pasta dura, presentada por Planeta Libros, que en su portada y al inicio de cada capítulo luce ilustraciones de Luis Rivera, que rinden un nostálgico y conveniente tributo a los timbres postales.