La épica, en el sentido literario, se refiere a las acciones que llevan la condición humana a niveles superlativos, con sus protagonistas superándose a sí mismos. El drama, por su parte, engloba situaciones intensas, resultado de un entorno dominado por carencias y sentimientos desbordados. Es la potencia con la que Yaniv Iczkovits transita entre ambos géneros, sin que el pulso le tiemble a la hora de redefinirlos en un escenario histórico realista proveniente de la Rusia zarista de finales del siglo XIX, lo que destaca en Las hijas del carnicero, que de a poco va dimensionando a una heroína empoderada y llena de claroscuros, con espíritu salvaje y arrancada de la cultura judía, y más que acorde con los necesarios reclamos de equidad de nuestros tiempos.
Para lograrlo, la pluma de Iczkovits se aboca de inicio a delinear a los personajes secundarios, manteniéndolos interesantes por sí mismos al dotarlos de una conmovedora profundidad, pero concentrándose en la forma en que se relacionan con la protagonista y los vínculos que de niña ella estableciera con su padre, un matarife solemne y riguroso al asumir las implicaciones de su oficio —apreciado por sus clientes pero que él considera vergonzoso—, lo cual será determinante para que decida dejar el hogar y a sus hijos, yendo contra la tendencia propia de su comunidad, en la que las mujeres sometidas por las convenciones y las tradiciones viven lamentando el abandono por parte de la figura masculina y enviando cartas para que sean publicadas en un semanario hebreo.
Es así que vemos cómo el hastío posterior a la euforia momentánea de la epifanía, que la lleva a responder al llamado de lo que podría denominarse como una amarga aventura, proviene de su hermana, condenada a la miseria y la vergüenza por un marido desaparecido que, de ser un filósofo bobalicón e insoportable con ínfulas de líder ideológico y que despreciaba a los rabinos, se convierte en una figura casi abstracta, un objetivo a seguir, y el detonador para el inicio de una travesía oscura y reivindicadora del carácter rebelde que de las apacibles sinagogas, mercados y baños de purificación la lleva a transitar por carreteras desoladas, hostales y tabernas, entre ladrones, soplones, soldados y agentes encubiertos del imperio, dejando muertes y momentos sangrientos para los que la narración se reserva cierta literalidad.
En esta serie de giros que dentro de la trama reciben los arquetipos, hay que destacar desde la presencia del silencioso barquero bebedor de ron con un tormentoso pasado militar y familiar que, contrario a lo que pudiera pensarse, pasa a ser algo más que el simple protector de una mujer que no lo necesita como tal, hasta los suegros que desprecian más a su propio hijo que a su nuera, pasando por un cantante litúrgico indigente y con mucha imaginación al que le pagan ya sea por la nostalgia que provoca o para que guarde silencio de una buena vez, y un tabernero que tras su carácter hosco y presencia patética esconde infames habilidades de combate y tortura.
Por supuesto, también tenemos al veterano comandante a cargo de la investigación, cuya agudeza mezclada con el conocimiento de una población en la que impactan más las necesidades inmediatas que los conceptos de socialismo, democracia y nacionalismo sirve como contraste para darle perspectiva a los hechos con respecto al contexto político, mientras arroja cuestionamientos sobre la naturaleza de una supuesta sublevación y las motivaciones de los involucrados, lo que al final lleva a las conclusiones que ponderan el discurso humanista detrás de Las hijas del carnicero.
Claro que lo mejor es que los sinuosos caminos que apuntan todos estos personajes, irónicamente, confluyen en la figura de la ya mencionada joven cuyo afán en realidad está ligado a un trámite legal tan ordinario y simple como significativo, el cual la lleva a convertirse en el caudillo involuntario de una revolución que, entre especulaciones, va tomando distintos rostros hasta encontrar el más conveniente para mantener la verdad oficial, evidenciando una vez más el doble discurso y la desigualdad que acompañan a todo régimen con el tema religioso como parte intrínseca de los conflictos.
Las hijas del carnicero, novela de Yaniv Iczkovits publicada por editorial Espasa, es el mejor ejemplo del relato heroico materializado con pasión y conocimiento de causa en el drama social que, pese a estar ambientado en otra época, conecta de forma deliciosamente cínica e inevitable con nuestra actualidad, aún carcomida por la estigmatización y el clasismo, y en la que sigue pendiente la reinterpretación de los modelos y los roles femeninos.