Waikikí, el arrabal fílmico seduce en papel

Waikikí, el arrabal fílmico seduce en papel

El film noir es un género definido por su estética. En este tipo de historias, las grandes urbes, con sus entrañas imponentes y laberínticas, asfixian las esperanzas y los sueños de seres que corren como ratas en coladeras, cuyas sombras se alargan en las paredes, tanto como el sentido de la fatalidad en sus vidas.  

Dentro de las pantallas mexicanas tuvo su peculiar interpretación, denominada cine negro de arrabal. Este se distinguió por mostrar la barriada y los tugurios impregnados de orfandad, que contrastaban con la euforia de los espectáculos amorales al margen de la legalidad, escenarios por excelencia para mujeres y hombres perdidos y desesperados por escapar de un día a día abrumador. 

Manos de seda (1951), Ventarrón (1949) y Distinto amanecer (1943) fueron algunos de sus exponentes, que ocuparon las marquesinas de mediados del siglo pasado. Esos filmes se convirtieron en un exacerbado reflejo social que hace pocos años encontró un lúcido equivalente en Carmín tropical (2014) de Rigoberto Pérezcano, que pese a no contar con el star system propio de aquellos años dorados de la cinematografía nacional, logró una seductora actualización del género. 

Ahora todo esto hace eco en papel en la novela Waikikí, de Ana García Bergua y Alfredo Núñez Lanz, publicada por Planeta. Los dos escritores elaboran minuciosas y picarescas descripciones ancladas con ingenio y convicción en un sólido sentido dramático.  

De esta forma, hacen válida la premisa de otorgarle un papel importante a la Ciudad de México. Además, apuestan por múltiples referencias al universo del cine negro de arrabal y sus lugares inmortalizados por el celuloide, las cuales salen a colación y a la par de los nombres de figuras que van de María Antonieta Pons, Tongolele, Tin Tan y Pedro Vargas, hasta el Mantequilla Nápoles y Adalberto Martínez “Resortes”.  

La Ribera de San Cosme, la colonia Roma, la Peralvillo, La Lagunilla, Tacubaya y hasta el Puente de Nonoalco hacen acto de presencia. Todos célebres parajes de lo que fue y es la capital del país, y con los cuales se emparenta el sitio que le da nombre a esta novela: el Waikikí.  

Este lugar ficticio presume de haber recibido figuras del espectáculo como Dámaso Pérez Prado. De esta manera se refuerza el juego entre realidad y ficción, que comenzó a fraguarse en las primeras páginas de la novela, mediante la nota periodística que sirve de base para la historia y que da fe del real asesinato de la bailarina Su Muy Key —aquí reconvertida en Katmandú “Diosa del Tibet”—.  

Es en el Waikikí donde los protagonistas de la historia, una bailarina exótica y un sacaborrachos, verán unidos sus destinos debido a un crimen que los estigmatiza y convierte en parias. Esto los empujará a expurgar sus culpas, permitiéndose por ahí un guiño al origen de aquel investigador creado por Paco Ignacio Taibo II, Belascoarán. 

Todo esto contado en sus propias voces, como si se tratara de un testimonio plagado de modismos, que convierten la obra en un fiel y colorido retrato de un México cuyo lenguaje hacía de lo lúdico y lo trágico la misma cosa, y que visto a la distancia resulta fascinante y casi sofisticado.  

Por eso, a pesar de que la trama avanza anunciándonos una triste muerte de la que ansiamos conocer las causas, deseamos que esta tarde en llegar para seguir disfrutando del torrente de frases de inocencia desenfadada e incisiva, que orgánicas transpiran una embriagadora humanidad.   

Claro que, a partir de que la intriga se convierte en el motor del asunto, el viaje se intensifica. Con esto nos referimos a que el conflicto no solo envuelve todo lo arriba mencionado: además la narración adquiere un sabor agridulce y de indignación conforme se revela el pasado de los personajes marcados por la injusticia, la desigualdad y el abuso normalizado.  

Esto ocurre en Waikikí, a la par que los autores trazan un recorrido por el sopor nocturno y la somnolencia desmañanada de salones y antros como el Savoy —considerado el último gran cabaret de la Ciudad de México—, el Molino Rojo, el Barba Azul, El Burro y El Quinto Patio —estos últimos lugares muy recordados de la colonia Obrera—. 

Mientras tanto, la búsqueda por resolver el misterio se va impregnando de un infeccioso tufo de resentimiento y revancha, sin olvidar los toques de sensualidad accidentada en uno que otro baile fugaz dentro de la desesperación, al ritmo de agrupaciones tradicionales como Acerina y su Danzonera, o en las charlas incidentales con la Orquesta Son Tropical Alvarado de fondo. 

Waikikí es un thriller de lectura adictiva e irresistible. Desde la primera página le rinde tributo al oficio y al mismo tiempo muestra destreza en el manejo del lenguaje coloquial, que en el pasado caracterizaba al periodismo y la nota roja, un recurso que alude al exotismo de los clásicos policiacos, materializando el encanto del glamur callejero, exponiendo la infamia social y el desamparo sin abandonar una clara vocación por el entretenimiento. 

Sin duda, Waikikí es una obra que tarde o temprano debería llegar ya sea al cine o a las plataformas de streaming, para impactar al gran público, más allá de ganarse un lugar como lectura obligada para los amantes del cine y la cultura popular. 

Waikikí, de Alfredo Núñez Lanz | Ana García Bergua

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