Escritores de diferentes nacionalidades y épocas comparten a veces personajes, búsquedas y hasta situaciones de vida: recientemente, tal es el caso entre Victor Hugo, el célebre creador francés de Los miserables, y José Adiak Montoya, el joven nicaragüense elegido en 2021 por la revista Granta como uno de los mejores narradores de su generación. Nos referimos específicamente al exilio que debió afrontar el autor de Nuestra Señora de París (1831) y el que por ahora atraviesa Montoya, radicado en México.
Quizá por eso, en su nueva novela hace un homenaje a Hugo: Los actores perversos (2023) es al mismo tiempo tributo y un trabajo de reescritura para ubicar en nuestro contexto a El hombre que ríe (1869), drama en prosa ambientado en Inglaterra a finales del siglo XVII, en plena Restauración monárquica, que el de Besanzón concibió fuera de su patria como una feroz crítica a la aristocracia y a la monarquía de su país.
Entrar en la lectura de Los actores perversos requiere un momento de reflexión. Sus capítulos se entrelazan con diferentes historias, pero mantiene, como El hombre que ríe, el tono barroco de ambientes góticos y rostros grotescos que inscribe a los personajes como monstruos obligados a interactuar con un entorno que les es hostil; sin embargo, aquí hay algo más que historias monstruosas. Existe un trabajo de reinvención literaria de la obra en la que se inspira: así como el argentino Pablo Katchadjian escribió El Aleph engordado (2009) mediante el préstamo de las palabras del famoso cuento de Jorge Luis Borges, José Adiak Montoya retoma la obra de Victor Hugo para ahondarla y densificarla. Así, las acciones reverberan en la forma extravagante y en el devenir de un mundo plagado de gente que no encaja, logrando aproximaciones cinematográficas e históricas.
Lo más interesante que plantea Los actores perversos es el alcance que una obra de arte puede tener: así, la literatura es inconmensurable al abarcar todo tipo de posibilidades en torno a lo que se sugiere y al deseo del autor.
Los actores perversos tiene una estructura de tres capítulos que evocan las partes de una obra teatral: uno preliminar, uno intermedio y uno final, todos bien marcados. El primero es narrado en 1869 desde la isla de Guernesey, donde Victor Hugo vivió el término de su exilio; el segundo es su vuelta a París en 1870, y sobre el tercero no te contaremos para no incurrir en un spoiler. Lo que sí te adelantaremos es que hay claras referencias a otras obras clásicas, europeas y latinoamericanas, entre ellas la presencia de un mercado que se come a una ciudad: un guiño al cuento Casa tomada, de Julio Cortázar, el que hace una crítica a la transformación urbanística y social de las urbes mediante el desplazamiento de los sectores más empobrecidos de los barrios, expulsándolos de su espacio de intervención en las calles. Encontramos esa misma postura antigentrificación en Los actores perversos.
Frente a la embestida del mercado fagocitario solo una casa se mantiene en pie: la de Merse Reyes, un ciego que parece ver. En su taller de máscaras enciende la luz para trabajar sin detenerse, y da cobijo a los tres monstruos principales —de cola, escamas y pústulas— de esta historia, Gottwald, Levert y León. Una mañana, ellos encuentran el libro de Gwynplaine, El hombre que ríe de rostro caricaturesco y que, miserable, es forzado a una sonrisa eterna en forma de mueca marcada a cuchillo en su infancia por un grupo que contrabandea niños, y que ahora busca venganza defendiendo a los oprimidos.
Tanto por el discurso como la forzada situación apátrida de los autores, Los actores perversos y El hombre que ríe hacen que quien lee construya diálogos, algunos cifrados, que reconforman las posibilidades que provee la ficción. Así, en un acto de justicia poética, de la mano de sus personajes y las de quienes los escriben, ambos textos son simultáneamente revolución y comedia, y aun a la distancia, una forma de resistencia contra los poderosos.
Lo más interesante que plantea Los actores perversos es el alcance que una obra de arte puede tener: así, la literatura es inconmensurable al abarcar todo tipo de posibilidades en torno a lo que se sugiere y al deseo del autor, que pasa a segundo plano una vez que el libro es leído, cuando un escritor posterior en el tiempo y el espacio imagina un final distinto para una novela clásica o si esta se convierte en película más de cien años después.