La trascendencia del Movimiento Estudiantil de 1968 y la fuerza ideológica, moral y emocional que alcanzó trágicamente tras la infamia perpetrada por un partido político eternizado en el poder es tan grande y dolorosa que nunca se hablará, escribirá o se leerá lo suficiente al respecto. Claro que el texto por excelencia sobre el tema es La noche de Tlatelolco, pues conjunta las voces y miradas de quienes sufrieron en cuerpo y espíritu el antes, el devenir y las consecuencias de la masacre cometida por el gobierno de México en la Plaza de las Tres Culturas.
Con pluma lúcida y comprometida, Elena Poniatowska plantea una crónica que más allá de situarnos ante los hechos, convierte a lectores y protagonistas en cómplices instantáneos; en sus propias palabras, captura y refleja testimonios agridulces y coloridos, teñidos de lírica popular, para dimensionar el aliento dramático y reivindicador del impulso democrático más importante de la historia moderna de nuestro país.
Luego del preludio de una poderosa selección fotográfica, la lectura adquiere un ritmo casi frenético. Sin embargo, La noche de Tlatelolco nunca pierde el rigor de su estructura y el vínculo con cada testimonio; en cada fragmento los tintes poéticos de lo cotidiano asoman en los términos coloquiales como niñas popis, onderos, cocolazos, puntada o ñeros, que solo acentúan lo cruento de los hechos mientras transpira eso a lo que huelen las entrañas de una ciudad que en aquel momento no se quedaba quieta, quería mirar al sol con dignidad y despertaba para reclamar ante la injusticia.
Del mismo modo, las frases llenas de verdades y consignas contundentes arrancadas de las mantas, pancartas y del propio eco de los manifestantes, que resuena hasta nuestros días, aparecen intercaladas en breves renglones que se abalanzan entre los párrafos y adquieren por encima de lo político y lo intelectual una profunda humanidad. «¡Libros sí, bayonetas no!», «¡Sal al balcón, hocicón!», «¡Estos son los agitadores: ignorancia, hambre, miseria!», «¡Nada con la fuerza, todo con la razón!», son algunos de estos gritos tan tristemente actuales, y que respaldan las demandas de quienes vivieron aquellos acontecimientos: jóvenes estudiantes, padres, madres y profesores.
Personas de todos los estratos sociales recuerdan aquí la sangrienta noche de Tlatelolco, esa en que los cielos se iluminaron con bengalas criminales; así como dan fe de los argumentos que validaban al movimiento, también aterrizan los cuestionamientos que iban surgiendo al paso, pues si bien las acciones de las brigadas generaban empatía entre el pueblo y las extenuantes asambleas buscaban concretar los objetivos, estas también siguieron el sinuoso camino de las contradicciones hasta rayar en el hartazgo.
Todo esto lo expone Poniatowska en La noche de Tlatelolco: nos muestra a un movimiento con matices —como lo es cualquier movilización social, con claroscuros— y lo hace apelando a la pasión genuina de quienes estuvieron ahí, que a la distancia evidencian sentimientos encontrados sobre algunas posturas, pero nunca hacia las motivaciones esenciales que los llevaron a levantar las manos haciendo la señal de la victoria, y reafirman su indignación ante la respuesta de aquel gobierno autoritario y asesino.
El colofón vergonzante de este documento escrito en carne viva es el recuento efectuado por Poniatowska de los tendenciosos encabezados y notas de periódico del momento, que hace patente la inexistente libertad de prensa de aquel entonces, y continuamente en riesgo hasta hoy: para los medios de comunicación, los estudiantes asesinados ni siquiera merecieron ser nombrados en comparación con los miembros del ejército que resultaron heridos y protagonizaron los titulares de los noticieros, a lo que hay que añadir las actas policiacas y una meticulosa cronología de lo sucedido.
Por esto y más, La noche de Tlatelolco —que inaugura la Biblioteca Elena Poniatowska del sello Seix Barral— permanece hasta nuestros días como una obra coral llena de aciaga vitalidad, y susceptible de múltiples lecturas; asimismo, resulta indispensable para una nación siempre proclive al síndrome de la memoria corta.
Como nunca, es también un recordatorio a una sociedad que hoy señala, juzga y sentencia sin contexto desde casa, detrás de un dispositivo, y que cuando más realiza un estéril «activismo virtual», de la importancia del derecho a manifestarse y alzar la voz, ganar la calle en nombre de la libertad, la democracia y la justicia social.