Elena Poniatowska, conocida hasta ese momento por sus textos de corte periodístico y teatral, publicó en 1969 Hasta no verte Jesús mío, donde además de adentrarse de lleno en el terreno de la novela supo construir un depurado y seductor puente entre el testimonio y la ficción para entregar un retrato alegórico al estilo de los vitrales, pletórico de reflejos culturales, para delinear la cotidianidad reivindicadora de una mujer antes, durante y después de la Revolución mexicana.
Con la voz de Jesusa Palancares como vehículo —personaje cuyas vivencias aquí narradas se basan en las charlas que tuvo con Josefina Bojórquez, originaria de Miahuatlán de Porfirio Díaz, Oaxaca—, Poniatowska nos adentra en un universo rural donde la rudeza es un rasgo indisoluble del trato que, cual arado que rompe la tierra, daba forma con cicatrices a la relación entre padres e hijos. En el caso de las familias humildes era normal que el hogar y la crianza fueran responsabilidad de madrastras, madrinas, padrinos y vecinos, e incluso de oficiales militares.
Lo anterior, claro, cuando irremediablemente las familias eran alcanzadas por el conflicto civil que convulsionaba hasta el más recóndito paraje de nuestro país a principios del siglo XX, cuando las esposas se convertían en soldaderas: en este rol iban al paso de los batallones bajo sol y lluvia, cargando armamento y víveres entre el lodo, lo que en Hasta no verte Jesús mío incidentalmente da pie a ver desfilar en situaciones desromantizadas a figuras como Emiliano Zapata y desmitificar a otros, como Francisco Villa.
La agridulce narración dicharachera, ingeniosa y divertida, a veces triste y otras más llena de mustia ironía, entrega sabrosos términos hoy casi extintos que van del «No se me engolondrinen» y «Se meten en el chichichaque y el chimiscolee» al «Me llevó al monte para clarividiarme» y «Se cargaban su chínguere» para evidenciar las creencias, la sabiduría popular y la ingenuidad de una provincia al margen de la incipiente urbanización.
Pero Hasta no verte Jesús mío no solo es un goce estilístico; recorrido de ida y vuelta entre los parajes oaxaqueños de Salina Cruz y Tehuantepec, pasando por Guerrero hasta llegar al centro del país con sus edificios, efectúa una interesante y enriquecedora revisión de los roles de género y comportamientos sociales particulares que impactaban en el colectivo y aún tienen eco en la actualidad. La relación de celos, complicidad y rencor de Jesusa niña y su padre, el sentimiento de agradecimiento a los mentores por el maltrato físico que «duele pero educa», el cortejo dominador y los matrimonios impuestos con toda naturalidad y que convertían a las mujeres en una propiedad hasta que alguna se decidía a «esconderse la pistola en el blusón», así como la engañosa indiferencia ante la muerte —la mayoría de las veces violenta— de familiares, amigos y compañeros de batallón, todo es expuesto con abrumadora humanidad.
Mención aparte merece la meticulosa descripción —siempre con total conocimiento de causa y un claro sentido dramático— de las verdades sobre las que se construye el carácter de la protagonista: entre el dolor, la indignación y la furia causados por el menosprecio hacia la mujer, se conectan con aspectos de interpretación de la fe a veces poco referidos por la ficción histórica. Tal es el caso de la mención a la doctrina denominada Obra Espiritual, que, con sus conceptos reflexivos y desinteresados, su austeridad de símbolos materiales y su distancia de la ostentosidad y la evangelización indiscriminada, contrasta con la acción impulsada por afanes económicos de las religiones institucionalizadas, proyectando la visión perspicaz y ya desde entonces desencantada de la creyente.
Publicado por Seix Barral dentro de la Biblioteca Elena Poniatowska, Hasta no verte Jesús mío es un minucioso y lúcido estudio antropológico dentro de un relato vestido con esa cautivadora mezcla de humor y tragedia que solo puede ofrecer la idiosincrasia mexicana. La protagonista, cautivadora en su autorretrato sin concesiones y cuya rebeldía ante las circunstancias deconstruye los modelos femeninos tradicionales, encarna en sí como metáfora la realidad de la Ciudad de México: hoy una colosal urbe moderna de calles que han cambiado de nombre, esconde en sí y sigue batallando contra su realidad misógina, la misma de hace un siglo.