El cuaderno prohibido, de la autora cubanoitaliana Alba de Céspedes (1911-1997), es un excelente motivo para trabajar y enlazarse con ciertos núcleos narrativos suprimidos o relegados por la sociedad y la historia, y otros que todavía siguen cerrados para la libertad de expresión y emancipación de las mujeres en el mundo.
Publicada en 1952, esta novela narra la vida de Valeria Cossati, una ama de casa italiana en Roma que rememora su vida en el periodo de entreguerras. Presentada bajo el formato de un diario íntimo, es una escritura del yo profundo, tanto, que leerla significa ponerse en la piel y la psique de esta mujer “invisible” que se encarga y carga con todos, que sostiene a una familia a costa de su felicidad, con anhelos incumplidos, silencios y rencores, atrapada en el precepto de “hacer el bien”, aunque esto la convierta en alguien que no quiere ser.
Al debatirse entre el ser y el deber ser, la figura de la protagonista es la metáfora perfecta de una contradicción y a la vez un acto de resistencia. Esto último no podía ser para menos, es algo inherente a la autora, pues la rebeldía está en su ADN: el abuelo de Alba de Céspedes fue parte de la revolución cubana contra los españoles, y su padre embajador y presidente de Cuba.
Una escritura del silencio, donde se dirimen los juicios morales y se puede encontrar la voz propia, es también una forma de resistencia.
La fragmentación de la identidad es un punto importante en El cuaderno prohibido. Se trata de una aproximación esencial con el objetivo de mostrar la crisis de una generación por medio del testimonio de Valeria, el que se convierte así en una huella de experiencias humanas indelebles, de una verdad femenina que se repite. Una escritura del silencio, donde se dirimen los juicios morales y se puede encontrar la voz propia, es también una forma de resistencia, un espacio para conversar lo vedado.
La historia comienza cuando Valeria compra este cuaderno prohibido: la escena es clara, porque se entiende que quebrar una prohibición ante algo tan básico como la compra de un cuaderno traerá un aire de ruptura y subversión a una vida burguesa aparentemente monótona, gobernada por los mandatos machistas tan fuertes de la cultura patriarcal italiana:
“—Deme también un cuaderno —dije buscando más dinero en el bolso.
Pero cuando levanté la mirada vi que el estanquero había adoptado una expresión severa para decirme:
—No se puede, está prohibido.
Me explicó que los domingos había un agente de guardia en la puerta para vigilar que solo se vendiera tabaco. Estaba sola en la tienda.
—Es que lo necesito —le dije—, cueste lo que cueste.
—Guárdeselo debajo del abrigo.”
El cuaderno prohibido al que hace referencia el título se vuelve un confidente, toma vida; Valeria lo esconde para que nadie lo descubra, lo mueve de lugar en el pequeño departamento donde vive su familia. Lo guarda en un cajón que nadie usa, en una vieja maleta con llave, incluso tiene que tirarlo a la basura para luego recuperarlo. La escritura como un espacio de desechos.
Escribir a solas pasa a ser un espacio de reflexión propia —“una habitación propia”, diría Virginia Woolf—, algo que ella nunca había tenido. Es el puntapié para poder hacer algún cambio diminuto, una mínima dosis de pensar en sí misma, en su bienestar, en la salud de su cuerpo y alma luego de tanta vida entregada a su familia.
Hay un punto particularmente interesante. En el gesto de escribir queda retenida la memoria. Pero al mismo tiempo, el cuerpo que se entrega por completo al trazo como una forma de asumir y soportar, convierte lo “íntimo-individual” en un acto político.
Ella escribe de noche, cuando puede, en intersticios de la oscuridad. La reflexión es siempre sobre su historia
La protagonista de El cuaderno prohibido escribe de noche, cuando puede, en intersticios de la oscuridad. La reflexión es siempre acerca de su historia: la relación con sus padres —y el distanciamiento con su madre—, con su marido, Michele —que de manera graciosa la llama Mamá y, claro, delega en ella la responsabilidad de todos los quehaceres de la casa—, su hija Mirella —la más inteligente de la familia, la única que puede y se anima a romper ciertos preceptos: no quiere casarse, tiene de amante a un hombre casado, estudia, trabaja—, su hijo Riccardo —un fiel exponente de los micromachismos—, y el mundo hipócrita que la rodea y con el que convive, incluido su jefe, con quien mantiene un vínculo que reactiva el deseo, pero también el juicio moral, el adulterio.
El cuaderno prohibido es un lugar de pensamiento, de cálculo, de expiación, de llanto, de cierta terapia, que hoy vemos con otros ojos: un espacio solitario que da vida a un personaje atravesado por la indiferencia social hacia ella.
Sumado a ese discurso, el manifiesto de una autora frente a la sociedad patriarcal, aparece la casi instintiva necesidad de escribir; el mero acto en sí. Alba de Céspedes enarbola un tratado de escritura, una forma de autorizar a las letras a meterse en nuestras vidas, darnos la posibilidad de abrir el mundo, de reflexionar sobre la manera de obrar de los seres que nos acompañan en la vida. Y cuando parece que al fin las palabras son la liberación, la novela nos da una hermosa lección que solo la narrativa puede lograr.