El nuevo libro de Rubem Fonseca es un compilado de relatos que, haciendo válido su título —referencia a un arma de cartucho pequeño—, hacen explotar la cotidianidad de manera muy breve pero contundente.
En cada historia, el escritor brasileño muestra ese lado en que el ciudadano de a pie se retuerce y toma el control a la hora de interpretar y mantener los convencionalismos, así como las reglas predominantes. Así genera argumentos que le permiten validar ante sí mismo acciones a todas luces cuestionables.
Como si se tratara del día a día, la pluma desfachatada de Rubem Fonseca empuja con naturalidad a que el lector asuma los roles que en cada narración se desarrollan. Así, el observador se ve inmerso en distintos escenarios, que van de rincones urbanos en consultorios y departamentos a palacios franceses en islas descuidadas. Trayectos que tienen la mera intención de que emociones como la envidia, la mezquindad, los celos o la venganza dejen el plano de lo deleznable, para legitimarse como respuestas ante disyuntivas de engañosa futilidad, pero a la larga determinantes en la calidad de cada persona. Para tal efecto hay que destacar el espíritu casi anecdótico al que obedece la narrativa de Calibre 22, que alimenta una efímera agudeza al concluir dejando siempre en el aire una reflexión de sugestiva y disfrutable incomodidad.
Así las cosas, al adentrarse en las páginas de la edición de Tusquets, que se presenta sencilla y digerible, nos podemos encontrar con personajes como un sacerdote con aspiraciones de obispo, cuya doble vida parece justificarse tanto como la fatalidad que podría hacerle justicia a su esposa clandestina. La estatura moral de las figuras religiosas y su práctica quedan expuestas lejos de conservadurismos, y aquí son colocadas al mismo nivel de los principios inquebrantables de un asesino a sueldo —otro de los protagonistas—, cuya postura carece de ambigüedad a la hora de que toca a la puerta la traición hacia su propio trabajo.
Y qué decir de “Fantasmas”, peculiar juego entre un psicoanalista atendido por otro psicoanalista con el que charla sobre uno de sus pacientes —cuyo trastorno implica muy peculiares apariciones— y que, prácticamente de forma casual, origina un cúmulo de cuestionamientos respecto a la concepción de la cordura en función de las necesidades sociales e individuales. Sobre todo, al revelarse cuál fue el ridículo camino que uno de los personajes recorrió para ejercer tal profesión. Ese es quizás el momento más hilarante y escabroso de Calibre 22, que en este caso el autor, ganador de reconocimientos como el Premio de Literatura Latinoamérica y del Caribe Juan Rulfo, le reserva a todo aquel que ha recurrido a este tipo de terapia.
Pero el afán del escritor por ensañarse con los mecanismos sobre los que se sostiene el autoengaño propio de lo ordinario no termina ahí. Rubem Fonseca va mucho más lejos con textos como “Cibeles”, en el que un enamorado de endeble convicción, en medio de un paraje idílico, vive lo que usualmente da pie a bromas machistas acerca de las sorpresas que llegan a reservarse las relaciones, y que esta vez sirve para transgredir los modelos de masculinidad dentro de la seducción, mezclando la cursilería con la crueldad y la amargura.
Son estos mustios giros que apuntan a la parodia, en medio de lo que de inicio se viste ya sea de pasaje policiaco, de misterio o de romance, los que hacen de Calibre 22 una ácida disección de la irónica realidad, con el destino como filosa herramienta para despojar de su fachada a los villanos cotidianos que podemos ser —o quizás ya somos— todos.