Hijos de la fábula, de Fernando Aramburu, pertenece a ese grupo de libros donde la búsqueda de lo imposible es el punto de partida de los personajes principales; lo que distingue a esta novela entre tan amplio universo es que dichos sujetos son —bastante— caricaturizados por la pluma del autor. Y la cosa se pone aún mejor: nuestra dupla central quiere ver el mundo arder, pero en realidad carecen de cualquier épica revolucionaria. De hecho, a falta de pistolas y granadas tendrán gallinas, palos de escoba y hierros que emulan armas.
A pesar de tener todo en contra, los dos amigos harán lo necesario por acudir a la liberación de Euskal Herria, incluso cuando ya saben, como Sísifo, que el fracaso está garantizado. Por supuesto que esto no es un spoiler, tan solo es el pretexto inicial, el hecho que marca el tono de comedia de la situación. Así, el lector se convierte en espectador de una inteligente y crítica parodia; en realidad, tiene todas las de ganar al disfrutar esta farsa donde los héroes devuelven una imagen picaresca.
¿Qué es una revolución? ¿Una fecha? Repasemos un poco nuestros libros de historia: la toma de la Bastilla tiene al 14 de julio de 1789, la revolución bolchevique se apoderó del año 1917, la primavera de Praga tiene su 1968. ¿Son momentos en que se incuba un germen que se inocula en cierto lugar y a una población determinada? ¿O será que la necesidad de aferrarse a lo que fue, lo que no es y lo que no podrá ser, resulta un imán poderoso y evocativo? En Hijos de la fábula, Aramburu nos da un ejemplo de lo absurdo de la necedad de luchar por la lucha misma.
Hijos de la fábula, a falta de bombas, carga tintas de humor contra cierto romanticismo nacionalista, el enamoramiento enfermizo de una generación por una causa que convierte al resto de las cosas —vivir en sociedad, relacionarse con otros individuos de manera sana, ver el mundo sin un velo patriótico— en pequeñeces que no suman a la lucha, y en consecuencia deben ser ignoradas. En ese desprecio radica uno de los puntos clave de la novela de Aramburu.
En ese limbo, un estado de espíritu revolucionario nostálgico, signado por un desajuste respecto del contexto, deambulan Asier y Joseba, jóvenes vascos por iniciar su entrenamiento en una célula de la banda ETA; a la espera de instrucciones, son acogidos por un matrimonio en una granja de pollos en la campiña del sur de Francia en 2011, sin saber ni una palabra de francés. Su comunicación con el mundo exterior es nula y su interacción se ve frustrada por su ineptitud social. Entonces, hasta lo más ruin, lo más ridículo o épico derivan de las acciones y las peripecias de estos jóvenes ansiosos por ser parte de una lucha que ya no existe: “Asier y Joseba veían confirmada su sospecha de las últimas semanas. ¿Qué sospecha? Pues que ETA se hubiera olvidado de ellos”.
La novela también podría leerse como una obra de iniciación donde Asier y Joseba intentan avanzar a pesar del infortunio de tomar siempre decisiones equivocadas, en cada una de las cuales nos encontramos con una hipérbole, una historia, una picaresca. Sin una organización que los proteja, que los guíe, pues ETA ha llamado a un alto el fuego, Asier y Joseba fundan su propia organización terrorista. “Tú y yo vamos a refundar ETA. El nombre es lo de menos. ETA, ATE, ITO. ¿Qué más da? Tú y yo contra el Estado español y contra las fuerzas de ocupación de nuestra patria. Ya se irán sumando otros compañeros. Por el camino iremos aprendiendo. Poco a poco mejoraremos”.
El humor, puesto en cuotas y con la distancia justa, produce cierta vergüenza ajena que nos recuerda al comediante Ricky Gervais, el guionista inglés creador de The Office y Extras, pero también hay jugarretas al estilo de Chaplin y discusiones con olor a Los Tres Chiflados que en el fondo de la trama esconden algo más profundo y desolador: detrás de la historia se encuentra la frustración de una generación entera cuyos ideales se fueron desvaneciendo con el tiempo, que acabaron en la nada misma.