Si hay algo que sorprende de la saga literaria Game of Thrones, de George R. R. Martin, es que la distancia entre la fantasía y la realidad se reduce al máximo. Esa frontera es tan tenue como pocas veces en las propuestas de este género, pese a que su universo medieval de castillos y templos arcanos está acotado por inminentes batallas que involucran desde ejércitos a caballo y flotas marinas hasta dragones y gigantes, pasando por sacerdotes con espadas llameantes.
Y con ello no nos referimos a la verosimilitud de su ficción con respecto a nuestro mundo —lo cual da pie a una discusión aparte—, sino al complejo replanteamiento de arquetipos que la saga desarrolla con sádica parsimonia para detonar las emociones, los cuales, a diferencia de la épica tradicional, no solo pueden morir, sino que eventualmente, y de manera irremediable, habrán de hacerlo en su mayoría.
Pero eso no es todo, además los personajes —que al más puro estilo shakespereano son dominados por sus pasiones— se presentan colmados de matices, permitiendo que incluso aquellos que están definidos por sus vicios tengan al menos un mínimo resquicio de nobleza, valentía u honestidad que provoque en el lector la empatía suficiente como para que lamente su pérdida como lloraría la de aquellos que por encima de sus debilidades lucen claras virtudes.
En esto por supuesto tiene que ver el estilo de George R. R. Martin, quien permite que su narración tenga el punto de vista de sus protagonistas, dejando entrever lo que están pensando o sintiendo ante las acciones, en un orgánico ir y venir para, en el momento justo, dejar que lo explícito le de sentido a lo apenas sugerido.
De tal suerte, la truculenta trama de George R. R. Martin, que gira en torno a quienes aspiran a acceder al codiciado y a veces letal Trono de Hierro, forjado a fuego de dragón con las aún afiladas espadas de enemigos caídos, adquiere un inquietante tufo de fatalidad.
Esto mientras paulatinamente se estiran al máximo los puntos de tensión que alimentan la intriga sin escrúpulos ni piedad, retorciendo las líneas argumentales con cada nuevo movimiento perpetrado por los integrantes de las distintas familias de los siete reinos involucrados en el juego de poder —dígase los Stark, los Lannister, los Targaryen, los Baratheon, los Tyrell y demás—, que se convulsionan entre dilemas que confrontan su propia naturaleza y pasan por el honor, la lealtad, la traición y el incesto, haciendo de los lazos sanguíneos una simple convención política.
Aquí la fuerza del drama proyecta una recalcitrante humanidad, dejando de lado la visión idealizada para ponerse por encima de los ingredientes de corte fantástico, sin importar si tienen alas o lanzan fuego por las fauces.
En esta gran obra de George R. R. Martin, la magia por supuesto está presente en forma de clarividentes, sacerdotes y hechiceros, pero solo como el resabio de una época casi olvidada, manifestándose de a poco en profecías y leyendas que enriquecen el universo al que pertenecen, acompañados de un aire oscuro como lo dictan los cánones del subgénero de espada y brujería, siempre perfilados hacia la perversidad y apuntando terribles consecuencias para quienes recurren a ellos, por la razón que sea.
Finalmente, no podemos dejar de mencionar a Tyrion Lannister, el más atípico de los protagonistas, pues dado que se trata de una persona de muy baja estatura, en otra obra hubiera tenido el rol del héroe tierno o simpático, o en el peor de los casos del secundario ridículo o el bufón. Sin embargo, este enano —como lo llaman constantemente— lleva sobre sus hombros un peso muy distinto: es el cínico e ingenioso miembro de un antiguo y prominente linaje, que sin estar exento de obsesiones y resentimientos, compensa su desventaja física en un mundo de guerreros y monarcas con un extraordinario uso de la inteligencia, que lo lleva a sobreponerse a las burlas y la estigmatización, e incluso a rivalizar con los más poderosos.
Así pues, estas son solo algunas de las razones por las que, como en su momento lo hiciera J. R. R. Tolkien, George R. R. Martin reinventó conceptos para dar paso a la fantasía moderna y encaminar su obra a este nuevo siglo.
Y a pesar de que el autor la concibió pensando que resultaría imposible adaptarla a otro medio, la llegada de Game of Thrones a la pantalla chica contribuyó al actual boom que viven las series. Y lo que es mejor: haber visto dicha producción no arruina la experiencia de quienes, a raíz del audiovisual, decidan acercarse a las novelas por primera vez, títulos que se encuentran en México bajo el sello Planeta.