A menudo la gente está inconforme con la manera en que la gobiernan, sin tener presente que hay sociedades que sufren en carne propia la desidia. Hay guerras, dictaduras, totalitarismo y países asfixiantes que dejan las mentes al borde del abismo. George Orwell recrea a la perfección un régimen de ese tipo en 1984, y al mismo tiempo nos lleva a hacernos las siguientes preguntas: ¿qué es ficción y qué no?, ¿dónde termina la distopía?
En Londres, durante los años ochenta —el futuro, para el momento en que Orwell escribió la novela—, se vive una fuerte opresión que marca el destino de miles de familias, cortesía del Partido Ingsoc —el partido único—, liderado por el Gran Hermano, de quien se desconoce no solo su paradero, sino también su rostro. En ese contexto, el personaje de 1984 Winston Smith es un trabajador promedio, que dedica su vida y sus horas al Ministerio de la Verdad, donde se encarga de leer cada texto que llega y elegir aquellos que deben ser eliminados por su contenido en contra del régimen.
A la par, la Policía del Pensamiento es el organismo oficial que se encarga de controlar y de oprimir a cada ser humano que pise el suelo londinense. Entre sus acciones figura la famosa “Semana del Odio”, en la cual todos los habitantes deben sentarse al menos dos minutos frente a un televisor y destilar veneno hacia el principal enemigo del pueblo, el muy buscado y temido Emmanuel Goldstein, quien se rebeló contra el gobierno instaurado, imponiendo sus ideales, y fue condenado a muerte y misteriosamente desaparecido.
Así eran las cosas en ese régimen que no perdonaba a nadie: un odio visceral que corroía hasta al más incorruptible. Mentes duras que se vuelven frágiles, que se rompen para siempre. Un simple gesto o mirada podía delatar a cualquiera, convirtiéndolo en blanco fácil para un gatillo con sed de poder.
Así eran las cosas en ese régimen que no perdonaba a nadie: un odio visceral que corroía hasta al más incorruptible. Mentes duras que se vuelven frágiles, que se rompen para siempre.
El máximo delito que se podía cometer era denominado “crimente”, que consistía en contradecir los principios del Partido, algo que no se podía ocultar para siempre. La disconformidad de Winston con el sistema lo convierte en una presa. El mayor temor era ser detenido por la Policía del Pensamiento.
Hay una cuota de realismo en las devastadoras hojas de 1984, una comparación inexorable con el régimen nazi de Hitler: campos de detención, torturas extremas y ejecuciones sin piedad.
Hay una cuota de realismo en estas hojas devastadoras, una comparación inexorable con el régimen nazi de Hitler: campos de detención, torturas extremas y ejecuciones sin piedad.
La enajenación no conoce límites. Y en 1984 hasta los niños eran capaces de absorber como una esponja los ideales del Partido. Tanto que podían llegar al extremo de denunciar a sus propios padres, quedándose huérfanos de afecto. En el mundo distópico creado por George Orwell, los padres les temen a sus propios hijos y se enorgullecen de ellos si los denuncian. Los valores de la educación se encontraban profundamente distorsionados.
Hay una especie de similitud con la oscura serie Black Mirror: los habitantes del suelo londinense eran obligados a hacer gimnasia mediante la telepantalla. Las personas hacían un gran esfuerzo por sobrevivir y eso las sulfuraba, metiéndolas de lleno en una obediencia fervorosa, al límite de lo enfermo. El ansia de reconocimiento constante también es un rasgo que puede equiparar a 1984 con la aclamada serie futurista disponible en Netflix.
Los libros, los diarios y las revistas eran modificados y, posteriormente, quemados. El pasado ya no existía. El futuro se tornó gris y desesperanzador. El Partido no buscaba el bienestar de su pueblo, sino la obediencia y el control absoluto. El amor no era el principal combustible de la sociedad y estaba prohibido, al igual que el divorcio. Una jaula que sofocaba hasta el más puro sentimiento.
Winston deposita toda su fe en el proletariado, quienes, según él, podrían rebelarse y derrocar al Partido. La teoría marxista está muy presente en esta novela distópica, pero sus herramientas nunca llegan a manos de la prole, que vive ensimismada en sus propias desgracias. Incapaz de satisfacer la hambruna y la desesperación que siente, no consigue siquiera pensar en una salvación posible, y mucho menos en llevar a cabo una insurrección feroz.
George Orwell es tiránico con sus lectores: los destruye a cuentagotas. Leer esta novela genera una ansiedad descomunal. Un frenesí de palabras que corren a una velocidad exasperante que, al mismo tiempo, nos genera una adicción desmesurada. Leer a Orwell es traspasar barrotes oxidados y valorar la frescura de la libertad.